Señor, ¿cuántas veces has venido a nuestra casa
y no te hemos reconocido
ni te hemos acogido como es debido?
Te hemos dejado pasar sin ofrecerte
una cama, una mesa, una silla o una lámpara.
Nuestro egoísmo nos condena a la esterilidad.
En cambio, a veces,
los que no son de los nuestros,
como la sunamita de la historia de Eliseo,
nos dan una lección de solidaridad,
de cómo nos deberíamos comportar.
Nos enseñan a ser humanos,
a ofrecer lo que tienen,
a compartir lo que son.
Y esta entrega acaba siendo fecunda,
genera alegría, ganas de vivir,
amistad, compañerismo, fraternidad.
Estos son los frutos de tu presencia.
Danos la fuerza para ser desprendidos
y la humildad de saber recibir tus dones gratuitamente.
Enséñanos a renunciar
para tener las manos libres
y poder alojar en casa
a tantos profetas anónimos,
pero también para recibir la vida que nos das.
A veces estamos tan llenos de vacuidades
que somos incapaces de acoger tanta bendición.