Gracias, Señor, por acompañarnos
en nuestro camino de dolor.
Gracias por no dejarnos solos
y por cargar con nuestras cruces.
Gracias por enseñarnos
a asumir con entereza los peores momentos,
a no dejarnos llevar por la desesperación,
a saber perdonar a quienes son responsables
de nuestro sufrimiento.
Las dificultades nos desbordan,
a menudo nos sentimos abandonados por el Padre,
tememos que nuestras oraciones
no son escuchadas.
Como los ladrones que compartían contigo el mismo suplicio
podemos pedirte cuentas del sinsentido del mundo,
o bien podemos confiar,
unirnos a tu dolor
en la esperanza de que la muerte
no tiene la última palabra.
Queremos ser como el centurión,
que pese a ser testigo presencial de tu muerte,
fue consciente de la gloria de Dios
en ese preciso momento de tiniebla.
Aunque toda la tierra se oscurezca a media tarde,
aunque ocurra lo peor que pueda ocurrir,
nos has enseñado a confiar nuestro aliento,
y también nuestro anhelo,
en un Dios que, por encima de todo, es Padre.